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Un mundo tejido con palabras

  • piruletralij
  • 6 sept 2018
  • 4 Min. de lectura

Por: Miguel Ángel Sánchez Rico



En los albores de la humanidad, en alguna de tantas cuevas, un hombre, una mujer, un niño, una anciana o un loco curioso y feliz -de los que nunca faltan-, dibujó por primera vez la silueta de su mano en la pared. No fue gran cosa. El prodigio surgió cuando se transformó en punto de partida para la creación de historias de la comunidad. Desde ese momento es parte de una narración que no termina y todavía nos conmueve.


Llegamos al mundo, desprovistos de dientes y garras para defendernos, nuestro cuerpo es frágil a las inclemencias de la naturaleza, no poseemos la fuerza suficiente para enfrentarnos a los más terribles depredadores ni nuestras piernas son tan rápidas para huir. A diferencia de la mayoría de los animales, los humanos pasamos el mayor tiempo de vida a cargo de los adultos antes de valernos –físicamente- por nosotros mismos.


Pero tenemos la palabra: con ella nos cobijamos de esperanza cada noche y cada día tejemos relaciones con aquellos con quien compartimos la vida: aspiramos a no estar solos. La palabra viste nuestros sueños para conectar el pasado con el futuro y crear un sentido de permanencia a través de los relatos para construir nuestra memoria personal y la colectiva. Somos seres de lenguaje, hechos de palabras, de relatos que se convierten en memoria, tradición, ficción, historia, afecto que se comparte.


En algunas culturas del desierto del Asia occidental tienen la creencia que el caos se guarda en el silencio. Cuando falta la palabra, el silencio es como una profunda oscuridad donde no se puede hallar el corazón, que es una forma de nombrar a la fuerza vital que une a las cosas y los seres. Por eso los humanos tenemos la obligación de hablar, de narrar la vida, porque mientras más contamos tejemos y celebramos el orden en el universo -y entonces Dios tiene sentido.


Las madres son las primeras tejedoras de palabras y, con los pequeños en brazos, fabrican canciones inventadas o traídas desde la memoria; recrean cuentos donde los pequeños se integran como personajes que sabrán vencer las dificultades con fortuna y con astucia, y aprender que es vital mantener encendida la brasa de la esperanza aunque la oscura brisa de la incertidumbre se sienta a unos cuantos pasos.


Palabras que nombran, palabras que mecen y transportan ternura: miradas que se cruzan al tiempo acompasado del sonido y la cadencia de una nana para invita a dormir. Palabras que consuelan al nombrar a la mamá, cuando los ojos no la ven. Palabras que dan sentido y permanencia a lo que el pequeño dedo apunta como varita mágica para ser nombrado. Palabras que se transforman en juego y provoca la risa entre los dedos y el balanceo. Palabra que contiene el universo cuando se convierte en mamá.


Pero como todos los símbolos vitales, las palabras también tienen otra cara, un aspecto en el que poco reparamos por su fuerza devastadora.

Cuando un pequeño hace una travesura o ejecuta mal una acción, el regaño convertido en una imagen castrante (“eres un tonto”, “nunca puedes hacer algo bien”, “como las mujeres no sirves para nada”, “los hombres no lloran”, “tu hermano lo hace mejor”, “el policía te va a llevar si no te portas bien”, “ya no te quiero”) que las niñas y los niños CREEN porque lo dice papá o mamá y en ellos confía ¿cómo van a mentir?, ¿cómo no van a tener razón en lo que dicen? O lo dice el maestro o maestra en quien también confía para que le acompañe a prepararse para la vida.


¿O es que pueden estar equivocados?, ¿o es que no lo dicen en serio?, ¿o es que mienten? En cualquiera de esas posibles respuestas, se pierde todo sentido de seguridad porque ante la mentira o el engaño no puede haber confianza. Entonces, lógico que esa mirada acusadora del adulto se adopte como una creencia propia: sí, soy un tonto; si me porto mal no soy digno de ser querido; sí, las mujeres no valemos, etc.


Por eso es importante tomar conciencia de lo que decimos y cómo lo decimos, porque padres de familia y maestros somos referentes de los pequeños. Nuestras palabras son como semillas sembradas en quienes nos rodean: hay semillas malas que pueden llegar a contaminarles; pero también hay buenas semillas para alimentar y ayudar a crecer la mente y el corazón.


Y si crees que no conoces cuentos o poemas porque no te los enseñaron, si crees que en tu memoria no hay algo digno de contar, entonces comparte un tus alumnos o tus hijos, tu pareja o los amigos no uno sino muchos libros. Como decía el poeta:


Yo he visto a muchos hombres de otros campos volver del trabajo a sus hogares, y llenos de cansancio, se han sentado quietos, como estatuas, a esperar otro día y otro y otro, con el mismo ritmo, sin que por su alma cruce un anhelo de saber. (…)

Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no tiene medios, sufre una terrible agonía porque son libros, libros, muchos libros los que necesita, ¿y dónde están esos libros?


Medio pan y un libro. Federico García Lorca


Término diciendo que con el lenguaje, la humanidad ha creado dos tipos de tiempo: el tiempo con el que vivimos cotidianamente y en el cual nos comunicamos y relacionarnos con los otros, y el tiempo de la ficción con el que creamos mundos posibles y tratamos de dar sentido a la vida.


Vivir es mucho más que respirar y sobrevivir: vivir es habitar el mundo con poesía y esos relatos que otorgan significado a nuestra breve estancia aquí.


 
 
 

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